El País y su exdirector y factotum Juan Luis Cebrian han sido una calamidad para España por defender sus intereses a costa del interés general y luego dar las normas "progresistas" a toda la izquierda, tal como Ibarra reconoció iban a los Comités Generales con la Cartilla bajo el brazo.
Eran profundamente anti OTAN con la UCD hasta que convino apoyar al PSOE en su viraje pro OTAN. Con el PNV a besos y abrazos y algunos obsequios; con CIU apoyando todas sus historias y bendiciendo la inmersión lingüistica; atizando leña a los del manifiesto de los 2300 con editorial incluida y pagina de opinión cedida a María Aurelia Capmany, escritora y feminista catalana -según ellos- que también se despacho a gusto en la pagina impar frente a la infame editorial. Un año después El País tuvo a bien dedicarle algunas líneas al tema.
Amantes de los monopolios y los chollos del favor político constituyendo el grupo PRISA, incapaces de gestionar con eficacia, salvo lo que les facilitan hecho gracias al apoyo de los amigos de al izquierda permitiéndoles incluso un canal de pago cuando el concurso era de TV en abierto: Canal Plus; luego cuando quisieron se le autoriza en abierto ya que debería ser poco negocio, también se le autorizo. Deglución de la SER, dándole el gobierno socialista las acciones de Fontan, frente a la oferta de los trabajadores en cooperativa, todo muy progre; luego vino la cesión del paquete de acciones del estado a precio adecuado ya que ellos habían mejorado la emisora. Deglución de Vía Digital, etc. Han acabado en una empresa en ruina que no se ha cerrado gracias al PP
PRISA en general y el País en particular han perjudicado seriamente a España con la manipulación de la información, las políticas sectarias "ordenadas" al progresismo y las bendiziones al nazionalismo. Uno de los grandes escándalos ha sido la manipulación del 11-M de 2011, especialmente por la Ser y la CNN+ y que culminó con la bendición de las algaradas del 13-M
El rey no gobierna, pero reina
Juan Luis Cebrián. El País 23 de Junio de 2014
Felipe VI tiene que demostrar su utilidad, y la de la institución que encarna, en momentos muy difíciles para el prestigio de la democracia representativa y cuando el Estado nación se difumina en la oleada globalizadora
La famosa frase de Adolphe Thiers “el rey reina, no gobierna” se ha convertido en un eslogan clásico de la Monarquía parlamentaria, después de que su autor la utilizara en el siglo XIX para destruir a Carlos X de Francia, cuyas tendencias absolutistas concluyeron con su destronamiento. Pero si el rey no gobierna (“no administra”, añadía Thiers en su alegato) efectivamente reina, lo que quiere decir que no es un muñeco ni un robot, que tiene un papel en la representación del Estado y que sus actos, tanto como sus omisiones, comprometen a este. O sea que es comprensible el aluvión de comentarios de todo género que ha suscitado el discurso de aceptación de la Corona.
Llama la atención lo satisfechos que se muestran algunos de que Felipe VI haya asumido públicamente su condición de monarca constitucional, cuando no podía ser de otra forma, o la actitud de aquellos que aclaman la neutralidad de sus palabras respecto a las fuerzas políticas, lo que no es del todo exacto, habida cuenta de que es el Gobierno quien redacta o cuando menos supervisa, y autoriza, las palabras del Rey. Este naturalmente, como todo aquel que ejerce un cargo, tiene además limitada su libertad de expresión por el ejercicio de su propia responsabilidad, pero eso no quiere decir que no pueda decir lo que piensa con emoción y sentimiento, como lo hizo al referirse a su madre, ni que deba inhibirse en todo momento de señalar lo que a su juicio son cuestiones clave de la convivencia nacional. Por eso es tan de lamentar que en su primera intervención como monarca, cuando se está anunciando un acercamiento de la Corona a los ciudadanos, se limitara a hacer un discurso políticamente correcto en el que las palabras que mejor indican las preocupaciones de estos, corrupción y paro, no fueron ni siquiera pronunciadas.
Dentro de la más estricta legalidad constitucional y neutralidad respecto a los partidos, el nuevo monarca podría haberse referido a la disposición de nuestro país a trabajar por la paz en un mundo en el que proliferan los conflictos bélicos; podía haberse erigido en defensor de las libertades constitucionales, a comenzar por la de expresión; haber anunciado su compromiso con el ejercicio de los derechos humanos, en referencia a los abusos contra los inmigrantes, e incluso podía haber citado a su padre cuando este recordó solemnemente la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. También, ¿por qué no?, podía haber sido más explícito en lo que se refiere a los derechos de la mujer en nuestro país, dada la circunstancia de que si naciera un varón de su matrimonio, la princesa de Asturias sería desplazada por su hermano en la prelación sucesoria al trono, un hecho absolutamente contradictorio con las promesas de modernización de la Monarquía. En definitiva, podía haber hecho un discurso para la Historia y no haberse limitado a rellenar un formulario de buenas intenciones. Estoy seguro de que así habría sido si, además de tener presente que el rey no gobierna, alguien le hubiera hecho notar que, cuando menos, reina.
Las Monarquías parlamentarias solo tienen sentido si son útiles a la convivencia política
En las democracias modernas las Monarquías parlamentarias solo tienen sentido si son útiles a la convivencia política. Esta es una reflexión que tuve muchas veces oportunidad de escuchar al propio don Juan Carlos que, en su caso, se esforzó como nadie para que sus actos fueran coherentes con sus pensamientos. Suele decirse que los españoles no son monárquicos, y que no lo han sido durante los últimos 40 años, pero sí juancarlistas en virtud de los servicios que el rey que ha abdicado prestó a la restauración de la democracia. Restauración, por cierto, que en realidad fue una instauración, habida cuenta de nuestra azarosa relación histórica con las libertades. Felipe VI tiene, pues, que demostrar su utilidad, y la de la institución que encarna, en momentos muy difíciles para el prestigio de la democracia representativa y en los que los perfiles y capacidades del Estado nación se difuminan en medio de la oleada globalizadora. Por muy buen equipo del que se rodee, y por muchas que sean sus habilidades, no le será fácil conseguirlo si continúan creciendo los sectarismos que pretenden identificar a la Corona con el programa político de la derecha y a la República con el ensueño utópico de la izquierda.
La variedad de chapuzas, legislativas y de todo género, con las que el partido en el Gobierno, arropado ampliamente por los de la oposición, ha abordado el proceso abdicatorio ponen de relieve que frente a las declaraciones de normalidad institucional que se han hecho descuellan indudables síntomas de debilidad del edificio político construido durante la Transición. Hace más de un año que este periódico publicó un decálogo de reformas necesarias para defender la continuidad constitucional, hoy amenazada por la desafección ciudadana y las revueltas nacionalistas. Entre las medidas solicitadas estaba la necesidad de un Estatuto de la Corona que reglamentara el ejercicio de esta, sus deberes y responsabilidades, sus privilegios y límites. La pasividad de las fuerzas políticas al respecto ha derivado ahora en un espectáculo de improvisaciones incomprensibles en las que ni siquiera los diputados europeos recién electos fueron invitados a la recepción en homenaje al nuevo rey. Las detenciones de manifestantes que apoyaban a la República, la recomendación policial de no lucir la bandera tricolor en los balcones o de no enarbolarla en lugares públicos, además de vulnerar las libertades de expresión y manifestación, ponen de relieve los temores del Ministerio del Interior a que el ejercicio de los derechos constitucionales desluciera la toma de posesión de un rey que lo es precisamente gracias a la Constitución. La propia ausencia de dignatarios extranjeros en el acto de proclamación, en virtud de un cínico reclamo de austeridad, ha servido para encerrar de nuevo mediáticamente a este país en un gueto político, al tiempo que se pretendía proclamar solemnemente el papel de España en el mundo. Parecía como si el régimen supiera de sus debilidades, pero tratara de ocultarlas antes que de vencerlas. La derrota estrepitosa de nuestra selección de fútbol causó más expectación e interés en los medios internacionales que los fastos del Congreso.
Las instituciones que surgen de la Constitución de 1978 pasan por serias dificultades
Las élites gobernantes de este país pueden seguir mirando para otro lado todo el tiempo que quieran, pero las instituciones emanadas de la Constitución de 1978 pasan por serias dificultades y pueden verse amenazadas si no se emprenden cuanto antes las reformas precisas. La Monarquía era una de las que más aprecio contaba entre los ciudadanos hasta que la corrupción involucró al yerno, y quién sabe si también a la hija del monarca. La abdicación del Rey ha sido una respuesta tan lúcida como arriesgada a quienes demandaban cambios, pero no resultará suficiente si no viene acompañada de otras medidas. Quizá el Gobierno siga creyendo que todo se solucionará si promete bajar los impuestos y disminuye la prima de riesgo porque alguien se atreva a decir, remedando la pancarta electoral de Bill Clinton, que la respuesta “es la economía, estúpido”. Pero en los tiempos que se avecinan se trata sobre todo de la política.
Quien fuera presidente del Tribunal Constitucional y ministro del Gobierno de Suárez, Manuel Jiménez de Parga, publicó hace años un artículo, con el mismo título que encabeza este, en el que pretendía analizar en qué consistía el papel moderador del “funcionamiento regular de las instituciones” que la Constitución atribuye al Rey. Evocaba al hacerlo una frase del periodista liberal francés Prévost-Paradol, contemporáneo de Thiers, referida al papel del monarca-árbitro: “Colocado por encima de los partidos, no teniendo nada que esperar o temer de sus rivalidades y sus vicisitudes, su único interés, como su primer deber, es observar vigilantemente el juego de la máquina política con el fin de prevenir todo grave desorden. Esta vigilancia general del Estado debe corresponder al árbitro”. Muchos estarán de acuerdo en que estamos en vísperas de un grave desorden en el funcionamiento de la máquina política si no se ataja a tiempo, y se orienta con lucidez, la deriva independentista en Cataluña. A este respecto, de nada valen los lugares comunes sobre la unidad y diversidad de España. Estamos ante un problema institucional que demanda respuestas institucionales. Exactamente lo que expresó Artur Mas tras la proclamación del Rey cuando dijo esperar alguna iniciativa de este al respecto, y por lo que ha sido, al margen cualquier otra consideración, injustamente criticado. Ojalá el príncipe de Girona se muestre sensible a la sugerencia. Y demuestre la utilidad de un rey que no gobierna, pero reina.
Comentario:
Por mucho discursito y referencias "intelectuales" como la de Jimenez de Parga que nos quiera endosar Cebrián y el País, la doctrina es que el Rey Gobierna y debe seguir las indicaciones del Gobierno y los acuerdos del Parlamento. La impunidad en los actos del Rey que consagra la Constitución, es en base a que el no tiene ninguna acción política y precisa referendo de sus actos por el Gobierno que si sería responsable juridicamente.
El rey lo ha explicado claro: "soy un Rey Constitucional"; eso define todo el bacalao que se puede cortar, mal que le pese a Cebrián y a El País. Su afirmación de "estamos en vísperas de un grave desorden en el funcionamiento de la
máquina política si no se ataja a tiempo, y se orienta con lucidez, la
deriva independentista en Cataluña". Se olvida Cebrian y El País que ese grave desorden viene provocado desde la Generalidad y el Parlamento catalán que han adoptado actividades de insumisión reiteradas llegando a pronunciarse sobre cuestiones para las que no tiene competencias, como la última broma de proclamar la ilegitimidad de Felipe VI, tras proclamarlo el Congreso de los Diputados.
No se trata de ningún "choque de ternes", como señala el ínclito kamarada de la PESOA Pablo Sanchez, se trata de una cabra loca desbocada con el seguimiento de una claca de iluminados.
Ahora bien, si alguna acción política ha de realizarse corresponde al Gobierno, y nadie lo puede sustituir en esa acción, pretender otra cosa es profundamente antidemocratico; las acciones judiciales si las puede hacer cualquiera persona legitimada.
Es Mariano Rajoy el que tiene que tomar las determinación política que no es otra que la suspensión de la autonomía catalana por insumisión, desacato, etc.
La imagen procede de El País.
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